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Economías de la playa femeninas: Las vendedoras de pescado. - Valentina Rincón

Actualizado: 24 ago 2020




“¡Marchanta!”, grita ella al llegar a la puerta. Aunque no promete venir,

día tras día aparece a la misma hora, como cumpliendo un juramento a su

palabra empeñada.

“Son tan puntuales y eficientes como el sol guajiro. Son ejemplo de la

cotidianidad comprometida, que tanta falta le hace a la dirigencia guajira” (1)


Palaa: el mar es oro


“Palaa es riqueza, es la mamá de nosotros, nos da de todo. No es como la tierra, que, si no cae agua, no funciona”, nos dijo el Tío Ulises unos días después de llegar al Resguardo Wayuu Rizzia Las Delicias. Él es uno de los líderes de la comunidad y es hermano de María Estrella Redondo Epinayu, la gobernadora, con quien viviríamos durante las tres semanas de trabajo de campo. Su casa se encuentra justo enfrente del mar, un lugar en el que toda la compleja y mítica experiencia de la pesca se vive cotidianamente, pues son una comunidad apaalanshi (palabra que significa con el corazón volcado hacia el mar), esto quiere decir que está conformada por los típicos wayuu playeros o pesqueros.

Al comienzo fue algo difícil empezar a trabajar en la playa, pues éramos unas desconocidas en un terreno en el que todos eran familia, vecinos, socios y amigos. Además, si bien muchos ya dominaban el español, algunos adultos hablaban solamente en wayuunaiki, lo cual dificultaba un poco la comunicación. Aun así, casi todas las mañanas bajé a la playa, hablé con mujeres vendedoras de pescado, con alijunas, con los niños que acompañaban a sus padres o madres a diario y con los pescadores, que cada madrugada, guiados por las estrellas y los vientos, salían a trabajar. Todos ellos me acogieron con cariño y con la rutina, las personas fueron acostumbrándose a nuestras visitas matutinas y nosotras a sus horarios.


La llegada a la playa y la compraventa


Como es costumbre, el día comenzó casi a las 4 de la mañana, cuando llegó la primera de una serie de visitas a la casa de María Estrella, el sonido de las voces que empezaba a llegar hasta nuestras hamacas logró despertarnos. Viviana, Luisa y yo nos levantamos algunos minutos después, y luego de bañarnos, nos sentamos a desayunar arepas con queso de chivo y jugo de guayaba (debido al ataque intestinal que había sucedido días antes). Este día teníamos una cita muy especial en la escuela, pues nos habían invitado a ver la “yonna”, un baile tradicional wayuu.


Casi a las 8:00 am salimos de la casa, caminamos por la carretera que atraviesa todo el resguardo, hasta llegar a la escuela, que está en la mitad del camino, en donde nos esperaba la profesora María Teresa y las niñas que conformaban el grupo de danza. Luego de unos segundos de preparación, empezó a sonar la kasha (el tambor) y las niñas, que utilizaban unas mantas rojas, comenzaron a bailar. Observamos dos o tres coreografías, las cuales se estaban planeando para la semana cultural que se avecinaba, y al final de ellas la “seño María Teresa” nos comentó que ella vivía en otra ranchería cercana, que no tenía ni escuela, ni los subsidios que Las Delicias recibía.


No menos importante podía ser mi siguiente cita, a la que tenía miedo de no alcanzar a llegar. Se trataba de mi encuentro con Ana Pushaina Scott, una mujer a la que muchos alijuna llaman marchanta, pues se dedica a vender pescados mientras camina por las calles y andenes de Riohacha. Estas mujeres son una analogía de las tortugas que venden y comercializan sus perlas en el mar, como me contó Isis, además de ser un ser de frontera que se encarga de comunicarse y comercializar con los alijuna. Pues bien, dos días antes había conocido a Ana en uno de mis recorridos mañaneros, en los que observaba la llegada de los pescados cuando, Víctor, uno de los hijos de María Estrella que me acompañaba me la presentó. Ana me contó que llevaba ya 30 años vendiendo pescado de esa forma, y con algo de risas aceptó llevarme a una de sus caminatas diarias de venta de pescado.


“Nosotras trabajamos con el pescado, y venimos aquí a la playa,

compramos aquí. Nosotras salimos por la calle, lo vendemos, lo arreglamos

y recibimos la platica, de eso vivimos. Estamos llegando a las 7:30 de la

mañana acá desde la casa, por la calle estamos a las 10 de la mañana y por

la casa estamos a las 11:00 am. Nosotras venimos para revender por la

calle… apenas sacamos la tripa aquí y la llevamos con todo y escamas y por

la calle la arreglamos…”

Pero no sólo tenía miedo de no llegar por la tardanza, tenía pavor de que la brisa (jouktai) que estaba azotando fuertemente en esta temporada no permitiera que llegara buena pesca, como había pasado el día anterior, por lo que había sido imposible salir a vender. Este día, en cambio y por fortuna, jouktai nos favoreció, pues había llegado buen pescado a la playa y las barcas se demoraron un poco más de lo habitual. Los ‘cayuquitos’ (embarcaciones pequeñas de vela) que suelen arribar desde las 8:30 am y están exclusivamente a cargo de los hombres del resguardo, ya habían descargado la mercancía, así que Ana y sus hijas ya la estaban acomodando en sus poncheras para salir a venderla.


Ana y sus hijas habían comprado pescados grandes como pargos, cojinúas y bagres, y unos más pequeños como las panchitas, los cuales son los productos con los que obtienen más ganancias, y adquirieron diferentes cantidades de pescado porque cada una se encargaría de vender su propia mercancía. En la playa, las mujeres se acomodan la manta y se acuclillan en una posición especial para arreglar los pescados, Ana les quitó las tripas a los pescados para que no se dañaran por el camino, pero les dejó las escamas para protegerlos del sol, y así formó las ensartas (conjuntos de pescados amarrados por medio de un nylon). Una vez estuvieron listas, dos muchachos le ayudaron a lavarlas en el mar para removerles la arena y, como forma de pago, Anita les regaló algunos pescados.


Las vendedoras terminaron de organizar las poncheras, Ana se acomodó su pañoleta alrededor de la cabeza y, con perfecto equilibrio, empezó a cargar el balde lleno de pescados sobre su cabeza.


¡A marchantiar por el barrio!


La casa de Ana se encontraba en el extremo del resguardo, al lado opuesto de la casa de María Estrella. Desde la playa recorrimos muchos caminos demarcados en el suelo de arena seca, hasta que dimos con una trocha muy estrecha de tierra, en donde a cada lado había toneladas de basura acumulada. Era impresionante la habilidad con la que Ana podía caminar, agacharse, ir para un lado y para el otro, con el balde encima de su cabeza, que por demás se veía bastante pesado. La primera parada fue allí, en su casa, yo me senté a la entrada un poco nerviosa por la caminata que me esperaba y a la expectativa de cuántos pescados iba a ser capaz de vender. Ana tomó un vaso de agua, puso encima de los pescados una bolsa de papel que anteriormente contenía cemento (para protegerlos del ardiente sol que hacía), tomó agua y, al igual que sus hijas, se terminó de preparar para salir.

La frontera con el barrio es casi invisible, por mucho los separa una pequeña calle de arena, que cruzaríamos rápidamente para ver las primeras casas de los habitantes de Villa Campo Alegre. Pero el conflicto que hay con él sí es visible, sobretodo en la casa que vivíamos. Cuando se enteraron que yo iba a salir a “marchantiar” por el barrio, tuvimos una charla acerca de todos los peligros que ellas percibían allí, sobre todo por los constantes robos que los alijuna del barrio cometen en las casas de la gente del resguardo.


- ¿Los que colindan con el barrio también tienen muchos problemas de

seguridad? ¡Claro! Se metieron a robar a mis hermanos y a mi hija… Por seguridad

tenemos policía, tenemos cuadrante. - ¿Eso es la gente del barrio?

¡La gente del barrio! Porque viven en contacto con nosotros, ellos saben

que tenemos ¿no crees?


A pesar de que tenía algo de temor por esa situación, no podía dejar pasar la oportunidad de salir a vender pescado como toda una marchanta. Como dije, cruzamos la “frontera” y una vez adentro nos separamos de sus hijas para ir por nuestras respectivas calles. Las calles del barrio son cortas, la mayoría de casas de cemento son muy coloridas (pasan del fucsia, al café, al amarillo, al azul, entre muchos otros) y pequeñas, allí viven muchos niños y niñas y pocos ancianos. Con ensarta en mano inicié el recorrido al lado de Ana, ella me decía los precios y yo entregaba los pescados que ella me pasaba, a menos que tuviera que descamarlos, porque mi nivel de vendedora apaalanshi no llegaba hasta ese punto (en ese momento). Entonces, comenzamos a caminar y caminar…


La primera venta fue de una señora que vendía almuerzos por encargo y ese día quiso hacer pescado, por lo que nos compró una ensarta de panchitas. Hicimos una parada ahí, Ana me mandó a sentarme en una silla, mientras que ella se acuclillaba en el piso y dentro de su ponchera descamaba los pescados. La señora se sentó junto a nosotras y hablamos un buen rato, nos contó que tenía familia wayuu que estaba por los lados de Maicao, donde Ana vivía antes, por lo que eran conocidos. Al terminar con el pescado y lavarlo con agua, nos despedimos y seguimos caminando. Luego, pasamos por otra casa, en donde una señora le pidió a Ana que le rebajara el precio porque no tenía más, como yo era la intermediaria estaba algo desconfiada, pero Ana tranquilamente me mandó a entregarle el pescado al precio que ella podía darle y sin descamarlo, a través del portón.


A lo largo de la caminata me iba dando cuenta que Ana es una persona muy conocida y bien recibida en el barrio, todos la saludan con afecto y le preguntaban sobre su familia. Con las siguientes caminatas me daría cuenta que, en las casas de sus clientes, a las que entra para preparar el pescado, la llaman “Marchi”, con mucho cariño y como una abreviación de la palabra marchanta.


Seguimos por otra calle hasta llegar a la casa de una mujer que desde el día anterior había encargado una ensarta, la cual estaba separada del resto del pescado, pero no la descamó porque todavía quedaba poco tiempo y mucho pescado por vender. Por lo que le dijo que en las horas de la tarde pasaría a terminar de arreglar sus pescados. Cuando empezamos a caminar de nuevo, Ana me dijo que ya tenía clientela fija en el barrio y que muchas de ellas son, más que clientas, amigas suyas con las que suele conversar a diario.


Después de caminar otro rato, llegamos hasta otro portón, era la casa de una mujer, quien muy amablemente nos ofreció agua. Solamente salió para hablar con Ana, le contaba con lágrimas en los ojos que no tenía plata ni para comer y que sus hijos no le ayudaban, por el contrario, la trataban con desprecio. Ana la tomó de las manos, le habló para que se calmara, y de un momento para otro, cogió un pescado (el más grande) y se lo regaló. Después de que la mujer le agradeciera el gesto y devolviéramos los vasos, nos marchamos y seguimos nuestro camino.


Caminamos entre varias calles, pasamos por varios colegios pequeños, por la plaza y por el comedor comunitario, la hora del almuerzo se acercaba cada vez más y los olores de la comida en los fogones se esparcían mientras caminábamos. Como el pescado había llegado tarde, muchas personas ya habían adquirido otros alimentos, por lo que se nos estaba complicando un poco la venta de las últimas ensartas, que eran pescados pequeños. Pero, como lo han hecho las marchantas todos los días, bajo el sol, desde siglos atrás, seguimos caminando hasta que se acabara todo. En esas, nos encontramos con las hijas de Ana, quienes ya habían vendido todo el pescado (pues habían comprado pocos). La menor, Juliet, nos acompañó el resto del recorrido, mientras que la mayor volvió a su casa a empezar con las labores del hogar, como el almuerzo.


La siguiente venta la hicimos cuando ya habíamos caminado por muchas partes del barrio, casi al final, a unas mujeres que estaban hablando en el exterior de la casa con sus hijos. Parecía que Ana tenía una relación muy estrecha con ellas, pues sus hijos estudiaban en el mismo colegio; una de ellas le dijo que había una reunión importante con la directora, en el comedor comunal a la que debía asistir. Allí, me senté en una silla pequeña al lado de Juliet y Ana, quienes estaban agachadas descamando y arreglando los pescados, como eran varios, se demoraron un buen rato, hasta que los entregaron y partimos.


Cuando terminamos esta venta, empezamos a devolvernos por otro camino. En un punto entramos a una casa en donde estaba una mujer almorzando con sus hijos, ella nos saludó, y siguió regañando a sus hijos para que comieran, era como si fuéramos muy cercanas a su vida, pues actuaba sin ocultarnos nada (ni las groserías). Después de que Ana se sentara a ver un poco de T.V y Juliet y yo la esperáramos en la puerta, la señora se decidió a comprar los últimos pescados que faltaban por vender. Salimos de ahí y nos dirigimos, nuevamente, a la casa a la que habíamos arribado horas antes, la cual es en realidad de los hijos, porque ella vive unos metros antes, pero de eso me enteraría en una visita posterior.


Mientras que caminábamos en compañía, Ana me contaba que muchas personas compraban pescado en la playa y que las familiares de los pescadores ya tenían ahí sus clientes fijos. En este lugar todas las compradoras eran amigas y se repartían los pescados equitativamente, pues son un grupo grande y son muy solidarias entre ellas. Además, me decía que todo lo que ganaba lo invertía en sus hijos y su casa, en especial en el colegio de los menores, pues quiere que estudien y salgan adelante para que no tengan que pasar por las mismas necesidades que ella. Llegamos alrededor de las 12:00 m a la casa, y ya habíamos caminado por todo el barrio, yo pensaba que el trabajo de Ana sólo le exigía caminar por estas calles, pero en nuestra siguiente “marchantiada” caminamos no sólo por éste, sino por dos barrios más, el Nueva Guajira y Nuevo Horizonte. Ana me confesó que habíamos recorrido sólo uno la primera vez porque le daba miedo que me llegara a pasar algo, a causa del sol y el esfuerzo, pero yo le dije que lo importante era que pudiéramos hacer el recorrido tal como ella los hacía cotidianamente y así hicimos el siguiente.


Mapa del primer recorrido por el barrio Villa Campo Alegre, del diario de campo

Achikijee: después de la salida


Usualmente Ana llega a esta hora a la casa (al mediodía) y, después de preparar el almuerzo, se dedica a sus hijos y a las tareas del hogar, mientras que por la tarde sale, a veces, a vender más pescado, a cobrar dinero o a hablar con sus amigas, tal como me contó una vez paramos a descansar en su casa después de trabajar toda la mañana. Cruzamos unas palabras más, pero yo debía volver a la casa a almorzar, el problema era que todavía no me sabía bien los caminos del resguardo, entonces Jorge, uno de sus hijos menores de Ana, se ofreció a acompañarme y enseñarme el camino hasta donde María Estrella. Me despedí de Juliet y de Ana con un caluroso abrazo, y salí con Jorge hacia la carretera, esa misma que se estaba construyendo desde la entrada del resguardo hasta la casa de María Estrella, todo parecía indicar que una de sus intenciones era fortalecer el Plan Turístico que estaban pensando implementar allí.


Jorge me dejó en la escuela y de ahí caminé sola hasta la casa, al llegar me encontré con mis compañeras y nos sentamos a almorzar un plato compuesto de pescado guisado, arroz y guineo. Por la tarde salimos a caminar por el resguardo y hablamos con las personas de la comunidad, quienes cada vez nos recibían nos acogían con afecto en sus hogares, con una típica taza de café.


Al anochecer, después de un día de arduo de trabajo, observamos las el cielo y las estrellas, aquellas que extrañaríamos tanto al llegar a Bogotá y pensé en todo lo que había aprendido caminando con Ana, esa entrega, esa generosidad y esa dedicación que tanto la caracterizan. A pesar del cansancio por todo lo que había hecho durante el día, me sentí contenta por lo que estaba pasando, por alcanzar poco a poco más logros, más confianza y más cariño con la gente con la que trabajaba y convivía, quienes, cada uno se estaba convirtiendo en mi amigo, o como diría el Tío Ulises mi atünajutü


Es verdad eso que dice Rosana Gúber, que “vale la pena meter los pies en el barro y dejar la comodidad de la oficina y las elucubraciones del ensayo” (Gúber, 2001:20) (2) , pues es la mejor manera de conocer, realmente, al otro, a la gente que está ahí. Esta caminata con Ana no fue una experiencia como cualquier otra, fue una manera de inmiscuirme en una realidad, entenderla y vivirla, una realidad que es ajena a mí y que me permite entender otra visión del mundo, del trabajo y de la economía de las mujeres wayuu.


Las hamacas (aunque hubiéramos preferido alguno de los hermosos chinchorros que nos mostraron) siempre nos esperaban bajo los pilotes de madera que sostenían la casa. Allí nos recostamos esa noche con las luces apagadas para dormir y arrulladas con el sonido de las olas, que nos hicieron falta en la gran ciudad, entramos en el mundo de los sueños en el que creen tanto los wayuu.



 

  1. Fragmentos tomados de: Burgos, Santiago (18 de diciembre de 2005) Las marchantas, un símbolo wayuu. EL TIEMPO.

  2. Fragmento tomado de: Gúber, R. (2001). La etnografía-- método, campo y reflexividad. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma.

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